¿Elegimos qué comer, o no tenemos más remedio que cumplir mandatos culturales?
Foto: Ensalada de kale, cebolla y tomate. Arepa de maíz, aceitunas y pescado cocido con zanahoria y cebolla.
Las costumbres, las tradiciones, los arraigos, las preferencias culturales, y las actividades sociales no son fáciles de compatibilizar con la salud personal. En alimentación, la oferta en costumbres alimenticias por lo general va a contramano de las recomendaciones que nos llegan de los científicos en 2020.
La cultura alimentaria es de los arraigos más fuertes que tenemos. Son hábitos colectivos aceptados por la mayoría y por lo tanto conectados al instinto social de pertenencia al grupo. Es importante tener esto en cuenta a la hora de intentar hábitos saludables y de entender porqué no se logran cambios en la mayoría a pesar de que se informa, se recomienda y se alerta sobre los riesgos. La mayoría entiende muy bien las advertencias, sin embargo, cada uno se transforma en defensor de un mal hábito cuando éste es colectivo. Más aún cuando se asocian ciertos alimentos a la nacionalidad, o lo que es peor, al nacionalismo. Los hábitos colectivos son defendidos hasta por quienes son víctimas contrayendo un sinnúmero de enfermedades y sufrimientos en su práctica.
Aún con todo lo cultural, social y emocional positivo que pueda tener una costumbre alimenticia, en muchos casos resulta letal. Basta como ejemplo ver los porcentajes de cáncer y enfermedades cardíacas asociadas al consumo excesivo de carnes, fritos y fiambres.
Conozco bien las costumbres alimenticias argentinas y su fuerte arraigo. Es como si por ser argentinos estamos obligados a consumir con gusto la milanesa, el asado o el dulce de leche. En 2020 ya está arraigado en la mayoría el consumo de la “torta frita”, que es una masa de harina blanca y grasa que se fríe en grasa bovina o porcina. En Chile existe una preparación similar que se llama sopaipilla. Debo ser muy débil de estómago porque con media torta frita ya desarrollo una acidez insoportable.
Según las encuestas, las milanesas de ternera acompañadas por papas fritas son la comida preferida de los argentinos, por amplia mayoría. A mi me gustan mucho, son sabrosas y como se preparan en Argentina no se sirven en ningún otro lugar, tienen un sabor especial. Dicho esto en su favor, es un alimento que no tomo seguido, mejor diría casi nunca, principalmente porque es un preparado frito, es carne con rebozado de pan rallado y frito.
La OMS (Organización Mundial de la Salud) ha recopilado mucha info y concluyó que los fritos no son buenos para nadie, sobre todo con aceite o grasa a alta temperatura, en donde aparecen sustancias llamadas acroleína y acrilamida. La primera es tóxica y las dos son cancerígenas. El aceite muy caliente o humeante produce mucha acroleína, que en la industria se sintetiza y se vende como biocida (veneno). Como el rebozado tiene pan rayado (almidones de harina), en la fritura aparece el segundo problema, la acrilamida, un compuesto cancerígeno que es mejor evitar. Lo mismo con las papas fritas: almidones en contacto con aceite a alta temperatura producen acrilamida. Una papa hervida tiene cero de esas sustancias tóxicas.
Si la temperatura del aceite es menor a 120°C o 130°C tampoco aparecen o son mínimas las cantidades, pero es raro tener una fritura a esa temperatura y menos en lugares de comidas donde el tiempo apremia. Aparecen también en la base de la pizza. La masa en contacto con aceite y metal caliente. Por lo general en hornos comerciales a 400°C para que se horneen rápido (“time is money”). Si cocinan en casa con fritos traten de no pasar de 150 a 160°C, algo malo se produce pero poco, no es para preocuparse, y en el horno traten de no superar los 180°C, tal vez muy poco tiempo a máximo 200°C. No hagan caso a esos chefs que sugieren fritar con el aceite crepitando, conocen de sabores y modas, pero parece que no entienden nada de salud. Yo creo que en la elección alimenticia la salud debe ser prioridad, porque nos alimentamos para sentirnos bien y vivir, y no para enfermarnos.
Todas las regiones y naciones tienen costumbres alimenticias de valor cultural, distintas en preparaciones, ingredientes y formas y de fuerte arraigo social. Esas costumbres y su relación con la salud son muy importantes de analizar con pensamiento crítico. No significa criticar en un sentido peyorativo, sino ponerlas en el contexto actual cuando conocemos con muchísimo más detalle que en el pasado las consecuencias de la ingesta o no ingesta de determinados ingredientes. Creo que cuando alguien se pone fanático con la cultura alimenticia de su lugar, de su país o región y no cuestiona nada, ahí comienza a estar en alto riesgo, porque, más allá del conocimiento actual, las culturas alimenticias vienen de una época en que la vida cotidiana era totalmente diferente y la necesidad calórica era más alta.
Podemos celebrar la cocina de aquella época como una fiesta, un evento especial, pero parece muy desacertado adoptar esas costumbres en el dia a día actual. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud (OMS; www.oms.org) desaconseja el consumo de fiambres, porque en base a una diversidad de estudios en distintas universidades de todo el mundo concluyen que aumentan el riesgo de cáncer. En parte se debe a las sustancias que se usan para conservarlos y para curar las carnes crudas. ¿De dónde viene la cultura de preservar carnes? De aquella época en donde la refrigeración o no existía o era ineficaz. Matar los cerdos y en colaboración con la familia y vecinos preparar los jamones y chorizos era una actividad necesaria para garantizarse una cuota de proteína animal durante todo el año. Ahora hay refrigeradores eficientes A++ y supermercados a la vuelta de casa. Ni siquiera en una emergencia como en la pandemia de coronavirus ha hecho falta acumular chorizos y jamones colgados en casa para no pasar hambre.
Por otro lado, en el pasado para todo había que moverse, cargar pesos, las tareas eran manuales, como lavar la ropa, que implica una excelente actividad física de musculatura variable y fuerza que ahora en general no ejercemos. Además, ¿cuánto tiempo se pasaba sentado?, poco, el trabajo sin la ayuda de máquinas lleva mucho tiempo. Por otro lado, el confort extremo actual no existía, por ejemplo no se tenía la calefacción como ahora, lo habitual era estar en la casa pocos grados por encima del exterior. En invierno, si afuera había 10°C en casa habría 13 o 14°C. Eso desmotiva a estar sentado. La energía era tan cara que los calefactores se usaban localmente cerca de los pies en las mesas o un rato antes de irse a la cama. Los de mi edad o mayores lo recuerdan bien.
Las comodidades actuales pueden resultar muy convenientes, pero no se pueden acompañar con la alimentación que se tenía cuando no existían. Una consecuencia directa del acceso fácil a los alimentos y a la falta de actividades físicas cotidianas más intensas, es que se perdió bastante el comer con hambre. Comer cuando se tiene hambre, cuando ya se agotó la energía de lo que consumimos antes y el cuerpo pide insistentemente reponer.
También se come sin hambre porque hay mucha oferta de “snacks” y bebidas azucaradas que reponen energía a toda hora. Los “snacks” llenan, sacian pero no alimentan. Me parece que juntando estos últimos cabos sueltos venimos a dar con la principal motivación masiva para elegir un alimento: el gusto “rico”. “¿Qué gusto tiene?”, “¿es sabroso?”.
Si se tiene hambre todo es rico. “Para el hambre no hay pan duro”, dice un viejo refrán, y es cierto. Yo hago mucho “batch cooking” (cocinar mucho de una vez para varios días) noto que si no tengo hambre comer lo mismo cada día me cansa, no me gusta. Pero si tuve una actividad física intensa y pasé varias horas a agua y alguna fruta, comer con hambre esa misma comida me resulta deliciosa y ni me doy cuenta de que estoy comiendo lo mismo que ayer y que antes de ayer.
Creo que se ha dado tanta importancia al sabor porque se come sin necesidad de tanta comida. Hagan la prueba, cada vez que van a comer piensen ¿tengo hambre?, calculen ¿tengo mucho o poco hambre?
Para mejorar la alimentación cotidiana es interesante pensar en alternativas. Por ejemplo, si quiero seguir el consejo de la OMS y además preparar un sandwich, una alternativa son los patés de legumbres como garbanzos o legumbres de distintos colores (recetas en el libro de cocina gratuito en este blog: “Yo Cocino, tú cocinas”). Otra son los patés que pueden hacerse con maní, semillas de girasol o sésamo o almendras (ver post anterior en este blog). Otra puede ser alguna carne cocida que no contenga tanta sal ni las sustancias de la preservación y del sabor artificial. Se puede cocinar un trozo de carne, refrigerarlo y cortarlo a conveniencia como fiambre casero.
También se puede ensayar huevo duro con tomate y palta, y muchas otras que no incluyen fiambre. No es que no me gusta ni que no como fiambre, sí lo consumo, muy de vez en cuando y con placer. Me encantan esos sandwich rebozantes de mortadela o jamón con pan blanco crujiente, pero en el día a día consumo pan integral casero que no es crujiente y muy de vez en cuando consumo fiambres.
Bueno, la próxima seguimos con más sobre hábitos y comidas. Quiero contarles lo que estoy leyendo sobre la microbiota intestinal y su importancia para el sistema inmunológico. Todavía no lo tengo muy claro pero parece ser que muchas de las costumbres masivas actuales tienen efectos negativos en ese mundo bacteriano de nuestro interior profundo, y que eso debilita al sistema inmunitario. ¿Qué relación hay entre una microbiota sana y la respuesta inmune propia a los virus?
Esta es una de las preguntas que trataré de responder en el próximo post.
Un abrazo y gracias por conectarse al blog.
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